«Apenas salió Inés de la infancia, cuando su tierno corazón se abrasaba ya en la sagradas llamas del Divino Amor.»
ESCRITO EN VERSO POR AURELIO CLEMENTE PRUDENCIO, POETA HISPANO-LATINO [348-410], en el Libro de las coronas [De Las Verdaderas Actas de los Mártires, III, 22-28; Madrid 1776]
Año de Jesucristo 304, en el imperio de Diocleciano y de sus colegas.
El sepulcro de la ilustre Inés, levantado a la vista de los muros de Roma, parece que los defiende y los pone a cubierto de cualquier insulto. Pero la admirable santa que encierra, y que juntó la corona del martirio a la de la virginidad, no solamente es protectora de sus ciudadanos, sino también de todos los extranjeros, a quienes una piedad sincera conduce a aquel pueblo para cumplir en ella sus votos y ofertas.
Apenas salió Inés de la infancia, cuando su tierno corazón se abrasaba ya en la sagradas llamas del Divino Amor. En vano se le instaba que faltase a la fe que prometió a Jesucristo, para adorar a los ídolos; y resistió siempre generosamente a todos los esfuerzos, que hacía la impiedad sostenida de la autoridad, para obligarla y reducirla. Empleáronse mutuamente en este designio la violencia y el artificio. Tan presto sirviéndose el magistrado de palabras llenas de una dulzura afectada, parecía obrar con ella no como juez, sino como amigo. Tan presto hacía comparecer ante sus ojos, a los verdugos con el fin de amedrentarla con sus terribles miradas y sus gestos adustos. Pero ni la adulación, ni las amenazas pudieron obtener, ni lograr su consentimiento. Permaneció firme a todos estos designios; y lejos de asustarse a vista de los tormentos, se ofrecía ella misma, y no rehusaba el morir. Quedábase confuso el tirano. Ya veo en lo que consiste, le dice: tu alma, insensible al dolor, ha aprendido a despreciar los suplicios; y así estimas en nada tu vida; pero puede ser que sientas más la pérdida de tu honor mismo. ¿Esa virginidad, qué has consagrado, la darás tan fácilmente como tu vida? Pues sábete que voy a hacerte llevar a un lugar de prostitución, a menos que ahora al punto no humilles tu altanera cabeza ante el altar de nuestros dioses, y pidas perdón humildemente a Minerva de haberla despreciado: sábete que es una virgen como tú. Espera pues, servir de placer a una juventud descarada, que se sabe que nada gusta tanto como hallar nuevos objetos a su brutalidad. No creáis, le respondió Inés, que Jesucristo abandona tan fácilmente a sus esposas. Quiérelas demasiado, y las ama con mucha delicadeza, para sufrir que se haga perder impunemente su pudor; y está siempre pronto a socorrerlas. El os hace dueño de mi cuerpo, para dividirle en mil pedazos, si gustais; pero no esperéis que os le entregue para que pueda mancharse su pureza.
El prefecto, haciendo poco caso de este discurso, dio orden de que fuese llevada a cierto lugar retirado de la plaza, y que allí se le expusiese a la pública prostitución. El verdugo, modesto al verla en este estado, se aparta de allí, y no puede contener sus lágrimas: baja cada uno la vista al pasar, temiendo que la menor mirada demasiado libre, sea para el funesta. Un joven, menos prudente, y más desvergonzado que los otros, se atreve a parar sus ojos en los de Inés, y a profanar con miradas lascivas una belleza consagrada Jesucristo. Pero al mismo tiempo baja un ángel como un relámpago e hiere los ojos de este insolente, y ofúscale, y le derriba en tierra, y quédase tendido, lleno de pasmo y de convulsiones mortales. Levántanle sus compañeros medio muerto y le lloran como difunto. Entretanto triunfa la ilustre virgen, y ve abatidos a sus pies los monstruos, que se habían atrevido a embestirla; pero no se atribuye ella a sí misma la derrota, y todo el honor le cede a Jesucristo y a su Eterno Padre, y contenta con cantar la Victoria, sin creer haber tenido en ella alguna parte, no puede admirar bastante cómo un lugar de prostitución ha llegado a ser un asilo de la castidad, y pureza. Dícese que rindiéndose a las urgentes súplicas que le hicieron, se interesó con Jesucristo, para obtener de su bondad, el perdón de este indiscreto joven y que con su oración se le volvió la vista con la vida. Éste fue el primer grado que sirvió a la ilustre Inés para elevarse al cielo; pero aún le era preciso otro para llegar a él; por que al oír este suceso milagroso el tirano, se abrasa de furor. ¿Con que es preciso, le dice como llorando de rabia, que yo ceda? No, no, todavía soy yo el señor. Que le corten al instante la cabeza a esta enemiga de nuestros dioses, corred, ejecutad las órdenes de nuestros príncipes. Viendo entonces, Inés, venir hacia sí, el verdugo para quitarle la vida, y que traía en la mano la espada desnuda, le gritó como en un transporte de alegría: ¡Acércate, que tu vista nada tiene que me asuste, al contrario, me encanta, y me alegra! ¡Oh, y cuánto gusto tengo en verte con ese aire feroz, esa cara de bárbaro y esos ojos sedientos de sangre! ¡Oh, y cuánto mejor has hallado tú el medio de agradarme que todos esos jóvenes amorosos tiernos y lascivos! Mira que no me resisto, tú has penetrado mi corazón! ¡Ven, pronta estoy a satisfacer tus ardientes deseos, no temas, yo misma te saldré al camino! Dá sin miedo, aquí tienes mi pecho. Date prisa a unirme con Jesucristo mi esposo; y haz que el golpe, que vas a descargar sobre mí me haga pasar por un instante de esta oscura y triste morada a la mansión eterna de la luz. ¡Y vos que reináis en esa hermosa mansión, Dios todopoderoso, y divino Jesús! mandad que se abran las puertas del cielo, esas puertas, que por tantos siglos estuvieron cerradas a los hombres. Ved aquí a mi alma, que abandona mi cuerpo, ella os busca, Señor, sigue vuestros pasos, corre tras de vos; dignaos llamarla a vos, que os la ofrezco como una víctima de la castidad y a vuestro Padre una fe muy viva. Adoró después por algún tiempo puesta en silencio y con la cabeza baja; y en esta humilde postura recibió la muerte sin sentirla, habiéndola de un golpe cortado el verdugo la cabeza.
Puesta el alma en libertad toma su vuelo hacia el cielo, vienen los ángeles a recibirla, y siembran delirios y de rosas el camino por donde pasa. Viéndose entonces sobre los cielos, y extendiendo la vista por todas partes, se pasma de ver al mundo tan pequeño, parécele todo rodeado de tinieblas; pero quedose extremadamente sorprendida al considerar este punto que el sol recorre, este movimiento perpetuo de las cosas de la tierra, esta inquieta agitación en medio de la cual viven los hombres, esta rapidez del tiempo, que con los días los meses y los años, arrastra con los reinos y los imperios, los reyes y los emperadores. Cuándo en este punto de vista considera las dignidades que inflan el corazón, los vanos honores que le corrompen, el poder tiránico que ejercen el oro y la plata, las riquezas adquiridas a fuerza de grandes delitos, los soberbios edificios cimentados a costa de la sangre de los pueblos, la ridícula variedad de los vestidos, las diversas pasiones de los vivientes, sus bajos y viles temores, sus débiles odios, sus interesados votos, los peligros continuos que los sitian, sus alegrías que duran tampoco, sus molestias que por tan largo tiempo subsisten, las hachas de la discordia, el fuego sombrío y fúnebre, qué la envidia atiza sin cesar y cuyo humo levantado por el soplo de ella misma va a manchar la gloria y oscurecer la virtud; y en fin, las expresas nubes de la idolatría, que ofuscan casi toda la tierra y le ocultan la luz de la verdad, todo esto ve Inés, y lo atropella y desprecia. Otro tanto hace con la cabeza del dragón infernal; aquella antigua serpiente que con su mortal veneno infesta todo el mundo. Pero siempre el pie de las vírgenes le fue fatal; y ha mucho tiempo que su reina hizo caer su orgullo caminando sobre su soberbia cabeza. Desde aquel momento, que fue el último de su tiranía, ya no se atrevió más a levantarla; y así no hace más que arrastrarse por la tierra y abatirse. Llega, en fin, Inés al pie del trono del Eterno Padre, que le ciñe la frente con dos diademas. La primera está enriquecida con sesenta rayos de luz; y cien gruesas perlas componen la segunda. ¡Oh, afortunada virgen! ¡Oh, nuevo astro que brilláis en el cielo empíreo!, ornamento de la celestial Jerusalén, inclinad hacia nosotros esa inmortal cabeza cargada de tantas dichas. Purificad nuestras manchas con vuestras miradas, vos que por un privilegio que se os concedió de lo alto, hicisteis respetar la castidad en un lugar en donde la impudicia era la señora, haced solamente que resalte a mi corazón alguna chispa de ese divino fuego, que brilla sobre vuestro rostro, y mi corazón ya no se abrasará más con un fuego material y grosero. Porque vuestros ojos tienen el poder de hacer puro a lo que miran y lo que vuestros pies se dignan tocar, pierde en un instante todo cuanto tenía de impuro.